1. Romy y Allen: Tres años después.

 

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TRES AÑOS DESPUÉS

 

El cambio no había sido bueno para todos. A sus cincuenta y dos años, Braxton no estaba tan ciego como para no verlo.

Su mujer llevaba tiempo rogándole que trasladara la empresa y, finalmente, había cedido. Las nuevas tecnologías y los diversos transportes le hicieron imposible negarse. Ahora, inauguraba la nueva sede central de la compañía entre los muros de la mansión victoriana que pertenecía a la familia de su esposa. Una gran edificación a unos metros de un modesto pueblo, muy diferente a la ciudad. Su personal se había trasladado sin rechistar, pero no todos eran tan felices como a él le hubiera gustado.

Desde que su padre le entregó la empresa de construcción, hacía ya décadas, la había hecho más grande y fructífera. Estaba seguro de que su único hijo no lo defraudaría, pero quedaban años para que él soltara las riendas y se desentendiera de las responsabilidades. Seguiría al frente mientras le fuera posible, con un aprecio y una dedicación total por los negocios y por sus empleados.

Observó a las personas que había invitado y que se repartían por el gran salón de baile. Las paredes de espejo satisfacían a los más vanidosos, y las grandes personalidades tenían a su alrededor un buen número de aduladores. La orquesta alternaba temas clásicos y modernos, y los camareros ofrecían suculentos manjares y bebidas, a la altura de los paladares más exigentes. En general, los asistentes sonreían y se maravillaban con la decoración, envueltos por el ambiente agradable.

Braxton también disfrutaba. Adoraba las fiestas, eran una parte importante de los negocios. Había terminado la primera ronda de saludos. Un descanso y seguiría apretando manos, bajo la certeza de que pronto volvería a realizar el gesto para cerrar algún contrato.

Allen aprovechó ese instante de calma para acercarse a él.

—Una fiesta fantástica —dijo a modo de burla. Esa era la frase de la noche, los invitados no dejaban de repetirla. Él no la calificaría igual. Como jefe de seguridad había supuesto una tarea agotadora al tener que formar parte de la organización. A sus treinta años le gustaban las fiestas de otro tipo. Sobre todo, las que no implicasen ir en traje.

Braxton sonrió divertido.

—No protestes tanto, las mujeres no dejan de desnudarte con la mirada —aseguró. El metro noventa y las facciones indias de su empleado eran todo un reclamo. El pelo largo, negro brillante, caía entre sus hombros y sus ojos oscuros estaban enmarcados por unas tupidas pestañas.

—Estupendo. Si consiguen librarme del traje les estaré eternamente agradecido.

Braxton iba a replicar, pero al localizar a su secretaria el buen humor se esfumó.

—No ha mejorado esa tristeza en sus ojos —dijo, apenado —. No es feliz aquí.

Allen no necesitó seguir la mirada de su jefe. Sabía de quién hablaba.

—No es feliz aquí, ni en ninguna parte —replicó, conteniéndose para no sonar demasiado brusco. Aquella mujer menuda de aspecto vulnerable era como una hija para Braxton.

—Deberías entenderla —lo reprendió Braxton a media voz—. Como tú, está sola.

Allen no tenía la menor intención de ser considerado. Lo lamentaba por su jefe, pero le pagaban para que fuera franco.

—Y, como yo, debería superarlo y no ir por ahí dando lástima como un cachorro abandonado.

—¡Por favor, Allen! Mírala, esa chica no va por ahí dando lástima.

Allen apretó los dientes al observarla. Iba envuelta en un discreto vestido malva de asas, con un suave escote en pico. Llevaba el pelo castaño preso en un medio recogido. Los rizos que caían, acariciaban sus hombros. Lucía, como siempre, una sonrisa comedida. Solo al mirarla a los ojos se apreciaba la tristeza de la que hablaba Braxton. Un sentimiento que desaparecía cuando estaba con Dean, el hijo del jefe.

Braxton suspiró al percibir la tensión de Allen.

—Se muestra amable y encantadora, aunque apuesto a que desearía estar en cualquier otra parte —dijo, en un intento por despertar en él algo de empatía.

Allen hizo un esfuerzo por no puntualizar «o con otra persona». No merecía la pena.

—Podrías sacarla a bailar —planteó Braxton.

—¿Perdón?

Braxton meneó la cabeza. El tono ofendido de su empleado estaba fuera de lugar.

—Por favor, Allen, no me insultes —protestó—. No te pido que te acuestes con ella ni que la seduzcas. Solo me gustaría que te preocuparas por el bienestar de una de tus compañeras.

Allen sabía que se refería a eso. Apostaba que para lo otro prefería a su hijo.

—Como bien has dicho, no quiere estar aquí. Que yo baile con ella no cambiará eso —respondió, dispuesto a alejarse.

Sintiéndose impotente, Braxton lo dejó marchar. Su mujer se colocó a su lado.

—¿Qué? ¿Haciendo de celestina? —le regañó con cariño. No estaba muy lejos y fue fácil atar cabos. Sus ojos pasaron de la espalda de Allen al fino perfil de Romy.

—Ya me gustaría —lamentó Braxton—. Ese muchacho es tremendamente testarudo.

—Es cauto, cielo. Ha sufrido mucho y teme volver a hacerlo.

Braxton miró a su secretaria.

—¿Por ella? ¡Por favor, Helena!

Helena también la observó. Como su marido, la apreciaba mucho. Era tan bella que ni su intención de pasar desapercibida impedía que los hombres se acercaran, ni que alguno insistiera, aun sabiendo que ella jamás accedía a ningún tipo de cita. Romy era amable con todos, pero a nivel personal resultaba fría y distante. Era curioso que solo su hijo pudiera salvar aquel muro. La relación entre ambos era especial, y entendía mucho mejor que su marido porqué Allen se mantenía al margen. Como también lo respetaba, puso todo su empeño en sacar a ambos empleados de la cabeza de Braxton. No había nada que ellos pudieran hacer, ni tenían derecho a entrometerse.

 

 

Allen se acomodó en la barra dándole la espalda a la multitud para evitar que sus ojos fueran hacía Romy. Ya tenía un problema grave, lo último que necesitaba era a su jefe por el medio. Apretó los puños de pura frustración. Tenía que quitársela de la cabeza. La culpa era suya, por ver cosas dónde no las había. Desde el primer momento le resultó evidente que algo en él la intimidaba. Cada vez que se cruzaban, podía sentir la tensión que fluía de ella. Como un estúpido, creyó que era atracción. Se había equivocado. Pensó que lo que sentía pasaría con el tiempo, pero no había hecho otra cosa que empeorar.

Una mujer rubia y esbelta con un ajustado vestido azul, se le acercó. Era ingeniera en una de las empresas con las que más trabajaban y solían coincidir en las fiestas. Con confianza, acarició el brazo de Allen para sacarlo de sus cavilaciones, atenta a su rostro.

—No sé en qué estabas pensando, pero espero que no tuviera que ver conmigo —dijo ella y, cuando Allen se giró, le pareció que la expresión del hombre era dura. Cuando se ponía serio, llegaba incluso a asustar, le daba un aspecto salvaje. Era una de las cosas que más la atraían de él.

Allen le sonrió. Era una aparición agradable y de lo más oportuna.

—Puedes estar tranquila, Melania.

Ella se le acercó un poco más.

—Yo no he dejado de pensar en la última vez. Fue increíble.

Allen estaba de acuerdo. No era en ella en quién pensaba cuando estaban juntos, pero dudaba que a Melania pudiera importarle.

Sin dejar de mirarle a los ojos, Melania deslizó la mano por el muslo de Allen.

—Me gustaría repetirlo. Podría pasar esta noche por tu casa.

—Siempre eres bienvenida.

Con una guiño cómplice, la mujer se separó.

—Entonces, nos vemos luego.

En cuanto Melania se movió, Allen vio que Romy también estaba en la barra, lo bastante cerca como para haber escuchado la conversación. A Allen le pareció un momento fantástico para dejar su taburete y, dedicándole una mirada de indiferencia, regresó al bullicio del salón.

Tras dar un par de vueltas entre los invitados, sin un ápice del entusiasmo que estos transmitían, Allen decidió salir a uno de los balcones. O se despejaba, o terminaría por mandar al traste la poca diplomacia que tenía.

Ojalá pudiera ahorrarse las fiestas. Para él, tratar con los clientes, los otros empresarios o el personal, era un verdadero engorro. Lo único que le gustaba de ellos era investigarlos, buscar sus trapos sucios y anticiparse, en el caso de que pudieran suponer una amenaza para la empresa. Esa era su tarea. Hablar de temas banales suponía un esfuerzo y una pérdida de tiempo. No descubriría nada esa noche. El único tema se reducía a lo maravillosa que era la inauguración, y eso lo dirían los que estaban limpios y los que ocultaban cosas.

Una vez más pensó en Romy, en las diferencias que implicaban sus cargos. Ella se sentía cómoda en ese marco de charlas de ascensor y rehuía adentrarse en un aspecto más personal. Para él, las charlas personales eran las que le permitían hacer bien su trabajo.

Con las manos apoyadas en la barandilla de piedra, contempló el amplio jardín delantero. Los focos colocados de forma estratégica iluminaban senderos y parterres. No había ningún detalle al azar, ni siquiera allí. Braxton había escogido ese día para que el escenario fuera perfecto. El cielo estaba repleto de estrellas y la luna llena creaba un efecto fascinante, como de cuento, en todas las zonas con vegetación.

Por el contrario, el bosque que delimitaba el jardín era la oscuridad. Un lugar capaz de sugestionar al más valiente, con sus sombras retorcidas. Allen sonrió. Si los invitados supieran que lo único que había en aquel bosque eran las casas de los trabajadores, más de uno se sentiría defraudado.

Con una sensación de calma, se dejó envolver por la ligera brisa. A él le gustaba la nueva sede central. Le traía recuerdos, no todos gratos, pero su memoria se esforzaba por seleccionar lo mejor de su niñez.

Intentó localizar su casa entre los árboles. Estaba allí, muy cerca, pero era imposible verla. Tampoco se veía la de Romy. Lo agradecía. Después de pasarse tres años viviendo en el mismo edificio, sería agradable no tener que cruzarse con ella una y otra vez. Sus encuentros de ascensor sí que habían supuesto momentos de lo más incómodos. Por vivir en la misma planta, supo que Dean, el hijo del jefe, había pasado alguna vez por casa de Romy. Nunca le pregunto qué pasaba entre ellos por miedo a confirmar lo evidente, o a ser descubierto. Dean era muy intuitivo y no quería que supiese lo que él sentía. No se reiría, lo compadecería, que era infinitamente peor.

Pensar en él le recordó que llegaría esa semana. Quería alegrarse por ello. Disfrutaba con su compañía, siempre que no pensase en Romy. Como un acuerdo silencioso entre ambos él no solía mencionarla. Era lo mejor, o la única forma de seguir siendo amigos.

 

 

 

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2 Responses to 1. Romy y Allen: Tres años después.

  1. Carmen 7 octubre, 2014 at 0:10 #

    Bueno, bueno. Ya empieza a percibirse la tensión. Esto promete…
    Bicos,

    • nesa 7 octubre, 2014 at 9:51 #

      Qué bien que te guste, Carmen!
      Gracias por pasarte 🙂
      ¡Bicos!

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